ENSAYO PARA UN DIVORCIO CIVILIZADO
Por Carlos Alberto Montaner
El 21 de diciembre los habitantes de Cataluña van a votar nuevamente. Hay pocas noticias internacionales que despierten tanto interés entre los latinoamericanos como las ocurridas en España. No digo “los catalanes” porque, como debe ser, han sido convocados todos los ciudadanos de España radicados en las cuatro provincias catalanas: Barcelona, Lérida, Gerona y Tarragona. Un territorio de 32,000 km2, similar al de Bélgica; con una población de 7,500.000 habitantes, semejante a la de Israel, y un PIB de Primer Mundo medido en poder adquisitivo de $43,000 dólares, más o menos como el de Canadá.
Mi interés en este asunto trasciende el periodismo. Además de haber pasado los mejores 40 años de mi vida en Madrid, una parte sustancial de mi familia procede de los Pirineos leridanos, Andorra incluida, o de Lloret de Mar (Gerona). Cuatro hermanas de mi abuelo materno inauguraron en La Habana el nacionalismo genital. Se quedaron solteras en Cuba, lamentando en catalán no haber conseguido paisanos con los cuales casarse, pese a que, periódicamente, hacían viajes a Barcelona con el propósito de capturarlos y llevarlos sanos y salvos a la Isla. Fracasaron. Murieron vírgenes y mártires –creo- hace muchas décadas.
Las encuestas arrojan una ligera mayoría para los españolistas, generalmente conformes con la democracia liberal, lo que debo admitir que me complace, dispersos en un amplio marco que va desde la derecha conservadora del Partido Popular, hasta el Partido Socialista Obrero Español, radicado en una izquierda que, a ratos, es vegetariana y socialdemócrata, aunque a veces sufre espasmos carnívoros y lanza mordiscos radicales, a lo que se agrega el centro liberal de Ciudadanos, la agrupación que acaso saque más votos en los comicios, lo que nada garantiza que podrá formar gobierno. A la derecha no le conviene su existencia y la izquierda la detesta.
Aunque el propósito de las elecciones es dotar de un gobierno legítimo a una región cuyos mandamases han sido destituidos por violar la legalidad vigente, tirios y troyanos, aun cuando oficialmente no lo reconozcan, interpretarán los resultados como si fuera un plebiscito no-vinculante sobre la independencia y volveremos al punto de partida. Por infantil que parezca, no existe una emoción más poderosa y tenaz que el nacionalismo. Es inútil tratar de decapitarlo: siempre reaparece. De manera que lo más prudente es aprender a convivir con el fenómeno y evitar que la sangre llegue al río.
Por eso creo que lo razonable es abrirles una puerta constitucional a los soberanistas para que puedan marcharse si es que alguna vez logran reunir de forma permanente las mayorías decisivas para lograr su propósito separatista.
Yo veo a Cataluña como parte de una España desigual, hecha en distintos tiempos con aportes diferentes, y me encantaría que permaneciera dentro de la nación común, pero como se trata de una cuestión sentimental y no jurídica, lo más importante es cómo se perciben los propios catalanes y no cómo los contemplamos desde fuera.
Es como el divorcio. Los españoles (y algunos latinoamericanos) tardaron más tiempo de la cuenta en admitir que la decisión de permanecer juntos solo le corresponde a la pareja casada y no a la familia. Cualquier región de España debe tener la posibilidad de separarse del conjunto del Estado al que pertenece. (Hay cinco regiones esencialmente diferenciadas: Cataluña, Vascongadas, Galicia, Canarias y la vasta zona españolista que incluye al resto del país). Probablemente, esa “puerta abierta” lejos de exacerbar, acaso calme los recurrentes reclamos de independencia.
Como conozco la historia de Cuba, sé que la negativa de España a imitar la laxa relación del Reino Unido con Canadá fue el factor detonante de la última y definitiva Guerra de Independencia. Acaso con una dosis mayor de autogobierno isleño se habrían evitado la guerra, el estallido del Maine y el desastre del 98.
Cuba –especialmente La Habana- era y se sentía razonablemente española, pero los políticos peninsulares hicieron imposibles esos lazos, tal vez por la incontrolable turbulencia de una nación que en pocos años pasó por el trauma del fin de la dinastía borbónica, la llegada de un infeliz príncipe italiano, el caos oncemesino de la Primera República y los tejemanejes de la Restauración. No había sosiego para actuar sabiamente.
Por supuesto, la secesión de cualquier región española tendría que ser una decisión racional y consensuada dentro de una ley que tuviera en cuenta el carácter permanente de una medida que afectaría a generaciones futuras. Ello exigiría una mayoría calificada independentista del 60%, la aprobación en dos plebiscitos sucesivos convocados en legislaturas diferentes para evitar reacciones coyunturales escasamente pensadas, más afrontar las consecuencias económicas de cualquier ruptura que deben ser previamente analizadas. Hay que determinar cómo se van a dividir los bienes comunes y quién queda a cargo de los costos onerosos de la separación. Exactamente igual que ocurre en cualquier divorcio civilizado.
El enfoque tolerante hacia el nacionalismo catalán soslaya la historia política contemporánea de aquella región. Un nacionalismo, ya rengo porque se basa en una historia falseada y que apenas rondaba el 30% hace unas décadas. Los catalanes aprobaron la constitución del 78 abrumadoramente.
Lo que no se puede ignorar es que desde los Pujols,Artur Mas hasta el ridículo agitador Puigdemont han usado la educación y los medios masivos manejados por el gobierno de la comunidad para indoctrinar de manera vil a más de una generación catalana. En el llamado procés han uado a la infancia a la manera de pederastas políticos a imagen y semejanza del castrismo caribeño. Todo en medio de una corrupción sistemática, oficial y establecida por Jordi Pujol. Así han llegado a conseguir el cuarenta y pico % secesionista que hoy dicen tener. ¿Cómo premiar la traición, la pederastia ideológica y la ilegalidad con un plebiscito que, al excluir el voto del resto de la ciudadanía española, ya acepta de inicio la ruptura de la integridad del Reino de España?
Buenas tardes: He leído atentamente su artículo y me gustaría transmitirle que hacer una separación como la que usted propone solo tiene una posibilidad: “Que los nacionaletas renuncien a toda la riqueza acumulada pues es patrimonio colectivo de todos los españoles, puesto que así se ha configurado en los últimos 150 años”.
Las independencias hoy solo pueden ser posibles si no hay nada que repartir, pero si lo que pretende la parte más rica del país es marcharse, pues muy bien: que dejen toda la riqueza y verán que les ponemos un puente de plata.
Una nacionaleta catalán es alguien que piensa: “Mío es lo que era mío y está en mi casa, también lo que era mío y no está en mi casa, igualmente lo que es de otros y no está en mi casa y además lo que no es mío y no está en mi casa voy a tratar de quedármelo”.
Estoy francamente sorprendido y decepcionado con su artículo. Sigo sus escritos desde hace bastantes años por estar enormemente interesado por el presente y el futuro de todos los países de raíces hispanas e incluso he llegado a vivir años en algunos de ellos. Siempre he coincidido con su visión liberal y democrática de la política y no entiendo su tolerancia con el nacionalismo catalán. Está claro que sus tías-abuelas influyen sobre usted muy negativamente. He vivido en Cataluña, (vivo actualmente), muchos años. Hablo catalán bastante bien, mejor que el señor Montilla, por ejemplo, para que tenga una idea de mi nivel y, le aseguro, que un liberal no puede de ninguna manera justificar las ideas supremacistas de los nacionalistas independentistas catalanes. ¿Ha visto usted los programas de TV3? ¿Ha tenido en sus manos libros de texto de historia que se enseñan en la enseñanza primaria y secundaria tanto en la escuela pública como en la privada en todo Cataluña?
En fin, lo de menos es que haya un nacionalista más, lo malo es que ya veo que hay un liberal menos de los que yo pensaba.
Genaro te ensenaron liebre y era gato.