Jueces a la venta en América Latina
Las banderas de los juzgados de Miami ondearon a media asta en señal de duelo. Ocurrió en diciembre pasado tras la muerte inesperada del juez de circuito Roberto Piñeiro. Tenía 56 años. Era un jurista extraordinario, formado en Duke University, a quien todos le auguraban un deslumbrante futuro, quién sabe si hasta en la Corte Suprema de Estados Unidos.
A nadie podía pasarle por la cabeza tratar de sobornarlo o de influir en sus decisiones. Era incorruptible y famoso por la ponderación de sus sentencias. Era compasivo, cuando valía la pena, porque existían elementos que aconsejaban atenuar la sanción, pero era severo, cuando tenía que serlo, porque poseía plena conciencia de que la sociedad, que periódicamente lo elegía para ese delicado cargo, esperaba de él que volcara todo el peso de la ley sobre ciertos culpables especialmente perjudiciales. Es por gente como Roberto Piñeiro que Estados Unidos forma parte del Primer Mundo.
La calidad y la legitimidad de los Estados se miden por el nivel de excelencia de su sistema judicial y por la probidad de sus jueces. Sin este factor no hay desarrollo ni convivencia civilizada.
Les cuento, como contraste, una historia reciente que explica por qué una parte sustancial de América Latina no consigue ni conseguirá despegar, y, si lo logra, volverá a despeñarse. Sucedió recientemente en un país andino, pero, en mayor o menor grado, pudiera ocurrir (y ocurre) en al menos 15 de la veintena de naciones latinoamericanas.
Eran las fiestas de Navidad y una muchacha de familia muy pudiente, más locuela que mala, mezcló alcohol y cocaína, y con su auto atropelló a un peatón, huyó del lugar y chocó tres veces mientras trataba de escapar de la policía. Finalmente, la joven, digamos que se llama Sabrina, fue detenida y encarcelada. Los delitos eran serios y su conducta muy reprochable.
Hasta ese punto la anécdota no parece tener importancia. Pero entonces comenzó a actuar un abogado de la familia de la manera en que en su país se resuelven estos problemas. Salió a la calle con un maletín lleno de dinero y, tras sacar a la niñata de la cárcel con una leve fianza, comenzó por comprar a la policía, que cambió el atestado del caso. Compró al peatón herido para que no acusara a su cliente. Compró a los testigos para que anularan o modificaran sus declaraciones.
Compró al fiscal para que redujera sustancialmente el grado y tipo de delito imputado. Compró al juez para que dictara una sentencia absolutoria y, en el colmo de la prestidigitación, compró al oficial del jugado para que ni siquiera quedaran rastros del juicio. El expediente desapareció. La noche loca de la muchacha borracha y drogada se saldó con menos de veinte mil dólares e impunidad total.
¿Cómo se ha llegado a ese nivel horizontal de corrupción, donde casi todos los agentes sociales están dispuestos a violar la ley si el precio es adecuado? Muy sencillo: si muchos funcionarios, electos o designados, incluidos, a veces, hasta el propio presidente de la república, roban, venden influencias, aceptan coimas, practican el clientelismo, benefician a los amigos y tratan de controlar a los jueces para beneficio propio y perjuicio de los adversarios, ¿cómo extrañarse de que el aparato judicial completo, desde los que supuestamente persiguen los delitos, hasta los que supuestamente juzgan a los delincuentes, acaben vendiéndose a quien mejor les pague? No puede haber sistemas selectivos de justicia.” O hay justicia para la totalidad o acaba por no haber justicia para nadie porque la gangrena se extiende por todo el tejido social.
No es una casualidad que las naciones más avanzadas del planeta sean las menos corruptas y, al mismo tiempo, las que poseen mejores y más equitativos sistemas judiciales. Eso, claro, cuesta mucho dinero porque exige buenas facultades de derecho, legisladores sensatos, policías razonablemente remunerados y mejor reclutados, jueces bien formados, independientes, alejados de las presiones políticas, con salarios decentes y reconocimiento social.
Las sociedades que no estén dispuestas a pagar ese precio jamás conseguirán abandonar el Tercer mundo. En América Latina, hasta ahora, no pasan de cuatro o cinco los países dispuestos a ese sacrificio.
Será mi País Colombia; no creo y no porque no exista la venalidad, aquí pulula. Pensaba igualmente que el problema se suscitaba a raíz del salario bajo de los funcionarios judiciales y en general públicos, pero, yendo más allá, lo sobrepasa; es cultural. Sin hacer apología, podría entenderse en el ciudadano de a pie por virtud de necesidad, pero en el primero no y si persiste es sencillamente es cultural porque ignora qué es dignidad al hacer parte del funcionamiento Estatal.
Saludos a Carlos Alberto por señalar con claridad una de las muchas lacras que padecen las sociedades y estados de latinoamérica; el escrito pareciera inspirado en Nicaragua, donde a pesar que existen cosas buenas como muchos pequeños y medianos empresarios motivados en crear riqueza, en medio de limitaciones, la corrupcción de la clase política, autoridades judiciales y funcionarios de todas las categorías se merece un cuento de las mil y una noche. El caso citado me recuerda a los hijos de un Magistrado de la Corte Suprema de Justicia. La verdad es que en mi país la gente decente mira con mucho pesimismo el futuro, porque aqui lo que impera es una cleptocracia, donde los los políticos se volvieron y siguen haciendose millonarios de la noche a la mañana sin haber trabajado para merecerlo. Mientras el ciudadano común y corriente no alcanza ni para comprar el 50% de la canasta básica alimentaria.